—Ponlos en el almacén de patatas— me dijo—, y entiérralos bajo un montón de patatas.
—No seas mamón, pinche gachupín —le contesté—, acá se llaman papas.
—Bueno, me vale madre — reviró el culero, que cuando le conviene habla en mexicano —, lo entierras bajo las papas y a la verga.
Déjenme presentarme, me llamo…
¿Cómo quieren que se llame?
…Ignacio, y como les quedará claro, me dedico a desaperecer cadáveres. Bueno, ahora que lo pienso no tiene por qué quedarles claro.
Gabriel Zaid dice que en México es posible hacer vida literaria sin escribir una sola línea, asistiendo a cocteles a viborear colegas. Por eso salgo poco. Es la primera vez que hago las dos cosas al mismo tiempo. Sigo con el cuento.
El gachupín se llama Gerardo Lamas. Pinche apellido. Le decimos el Ticas. O el Turbas. Siempre a sus espaldas.
El caso es que andábamos en medio de una chambita de medianoche. Un bomberazo, que también los tenemos. El tipo era juda y había hecho enojar a alguien. Le dieron chicharrón y luego nos tocaba a nosotros escurrir el bulto. Literalmente.
Todos los escritores estamos llenos de rituales a la hora de escribir. A mí me gusta hacerlo en una laptop. Si tengo una coca zero al lado, mejor.
En este negocio (¿Se han dado cuenta cómo la gente se llena la boca diciendo “en este negocio” cuando van a decir algo del trabajo de mierda al que se dedican?) también hay categorías. En el sótano están los que encobijan cadáveres. La escoria, desde luego.
Más arribita vienen los pozoleros. No crean que sólo hay uno. Son legión, los cabrones. Pero a mí me da miedo quemarme con el ácido o la sosa.
Y desde luego están los que avientan los cuerpos a las fábricas de salchichas o de chilorio. Nunca compren chilorio de Sinaloa. Nunca compren chilorio. No les vaya a salir una uña de un sicario.
El caso es que el Lamas y yo nos preciamos de ser artistas. Aristócratas de la desaparición de cuerpos. Algo así como instaladores extremos. ¿A poco no suena chingón?
Me cae que en Berlín o Los Ángeles ya habríamoes expuesto en varias galerías y seríamos figuras de culto. Como Paul McCarthy, o el Witkin aquél. Pero no, fuimos a nacer en Nacolandia. Bueno, yo, el Lamas era de Gijón. Pinche abarrotero.
Pero no estaba tan mal. Cada vez intentábamos sorprender al cliente. Una vez metimos a toda una familia que se quebraron unos sicarios del cártel de Constanza en un auto que metimos en una trituradora de chatarra. Yo le quise poner a la pieza algo así como sardinas en lata, como la canción de Radiohead. Lamas sugirió Rapsodia en blue porque el coche era azul. Qué güey.
Al cliente le valió madre.
Es dura la vida de un artista.
Ahora experimentábamos con materiales sustentables y ecológicos. Como papas/patatas. La idea era enterrarlo en un almacén de papas y que las ratas dieran cuenta del fiambre.
Pero como siempre, no contamos con las complicaciones del caso. El tipo era bastante grandote y a la hora de cargarlo Lamas se volvió a hacer güey. Ni modo de negarme. Era eso o dejar el cuerpo ahí nomás.
Y uno tiene un prestigio que cuidar.
Casi no escribo con música. He descubierto que cometo más errores con la distracción. El problema es que es un poco aburrido.
Ya me atoré, ¿ideas?
En fin, para esta pieza pensábamos rociarlo de catsup, haciendo un comentario irónico sobre la sociedad de consumo y la comida chatarra. Pero era una bronca cargar con quince litros de catsup para que lucieran, así que lo desechamos.
Total, que apenas alcanzamos a cubrir el fiambre con unas cuantas papas. ¿Han intentado cargar cien kilos de papas de una en una? Y lo dejamos ahí.
Nos fuimos a cenar al departamento del Lamas, que vive cerca de Viaducto y Tlalpan.
—¿Quieres una tortilla de patatas? —preguntó solícito.
—No sé, güey, como que no se me antoja. No sé por qué.
“Además”, pensé, “ aquí se llaman papas, pinche gachupín mamón.”
Finale
Gracias, raza.
Muchas gracias a todos por venir. Disculpen las molestias. Nos vemos la próxima!!!!
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